Una vez que los libios, y gran parte del mundo civilizado, terminen de regocijarse con la aparentemente inevitable caída de Muammar al-Gaddafi, este paíse se enfrentará con la difícil tarea de reparar una sociedad largamente traumatizada por el régimen más “orwelliano” de todo el Oriente Medio. Libia carece tanto de instituciones formales legítimas como de una sociedad civil en pleno funcionamiento. Por lo tanto, la nueva era, post-Gaddafi, posiblemente se vea signada por la emergencia de grupos nacionales suprimidos durante muchísimo tiempo, en lucha por la supremacía dentro de lo que seguramente será un escenario caótico.
Durante cuatro décadas Libia fue, en gran medida, una tierra incógnica, un lugar donde la descomunal personalidad de su líder quijotesco y una burocracia bizantina cubrían una red informal de agentes de poder en constante cambio. Incluso mucho antes de los actuales disturbios, trabajar con estas figuras era, como mucho, incierto –era “como arrojarles dardos a globos dentro de una habitación a oscuras”, como me dijo un alto diplomático occidental en 2009.
Un futuro cercano, aun si Gaddafi se fuera, este país podría enfrentarse con una competencia constante entre las fuerzas de una Libia libre y los elementos recalcitrantes del régimen. En particular, los hijos de Gaddafi (Saif al-Islam, Khamis, Al-Saadi, y Mutassim) y sus milicias seguidoras puede que no pasen tranquilamente a la clandestinidad; la lucha por erradicarlos puede llegar a ser violenta y prolongada (no nos olividemos, por ejemplo, de los hijos de Saddam Hussein, Uday y Qusay).
Saif al-Islam por mucho tiempo fue reconocido en Occidente como un paladín de la reforma en Libia, pero mostró su verdadero carácter como reaccionario, muy al estilo de su padre, cuando en un discurso difundido la semana pasada prometió un “baño de sangre”.
En Libia, muchos de los ataques contra los manifestantes y sus supuestos simpatizantes están siendo ordenados por el Capitán Khamis al-Gaddafi, quien comanda la 32ª Brigada, la fuerza con más entrenamiento y mejor equipamiento del régimen. Como los disturbios se propagaron, la estrella de Al-Saadi fue en ascenso: como brigadier de las fuerzas especiales fue enviado a aplacar primero, y reprimir luego, la revuelta cervecera en Benghazi el pasado 16 de febrero.
Finalmente, Mutassim, asesor del Consejo de Seguridad Nacional libio, según se informa, en 2008 habría buscado establecer su propia milicia, para mantenerse al ritmo de sus hermanos, y tendría fuertes vínculos con una gran cantidad de conservadores e intransigentes.
Alineados contra estos resabios de Gaddafi, están los miembros de las fuerzas armadas y de seguridad libias, que se han unido a la oposición. A partir de principios de la década de 1990, Gaddafi debilitó, de forma deliberada, al cuerpo de oficiales libios, tras una sucesión de intentos de golpes de estado por parte de oficiales de bajo rango provenientes de las tribus de Warfalla y al-Magariha. Estas tribus se habían visto cada vez más marginadas por la propia tribu de Gaddafi, es decir, la de al-Qaddadfa, y estaban irritadas por la desastrosa guerra librada contra Chad a principios de los 1980s. A partir de entonces, Gaddafi mantuvo en general a los militares con fondos insuficientes, mientras dedicaba recursos y entrenamientos para las unidades de elite compuestas por los aliados tribales de al-Qaddadfa. Más tarde les confiaría estas unidades a sus hijos.
Con el transcurso de los años, la infraestructura del ejército regular se dilapidó tanto, y su presupuesto quedó tan magro, que, por ejemplo, los altos mandos (coroneles, generales) llegaron a utilizar ropas de civil para cuidar así sus uniformes. Algunos de los oficiales de más alto rango (entre ellos, quienes apoyaron a Gaddafi en el golpe de 1969) fueron obligados a retirarse después de los alzamientos en Túnez y Egipto, para evitar que lideraran algún tipo de oposición. Pero a pesar de todo, este cuerpo de oficiales, débil como está, puede ser el único cuerpo forma capaz de representar los verdaderos intereses nacionales libios, imparciales, en una era post-Gaddafi, y, lo más importante, evitar un estallido de violencia vengativa.
Las tribus libias también serán fundamentales para la gobernabilidad y la reconciliación nacional. El golpe de estado de Gaddafi en 1969 anuló el dominio tradicional de las tribus costeras orientales de la cirenaica a favor de las otras tribus, las del oeste y el interior del país. Si bien el régimen de Gaddafi se oponía (al menos en teoría) a la identidad tribal, su longevidad dependió en gran medida de una endeble coalición entre las tres tribus principales: al-Qaddadfa, al-Magariha y al-Warfalla.
En 1993, Gaddafi, aprovechando el poder de las tribus para la burocracia revolucionaria, tomó medidas creando “comités populares de liderazgo social”, responsables del mantenimiento del orden local. Este movimiento fue un reconocimiento tácito no solamente de la importancia de las tribus y de sus elites tradicionales en la política libia, sino también de que los instrumentos de poder estatal, ya de varios años (los despreciados comités revolucionarios), se habían vuelto demasiado corruptos y escleróticos como para controlar a la población.
En una era post-Gaddafi, los recientemente derrotados baluartes tribales del antiguo régimen (al-Magariha y al-Warfalla) tendrán un rol fundamental en la legitimidad y unidad del nuevo gobierno. Dicho esto, la debilidad y fragmentación de las fuerzas armadas y la disponibilidad de los recursos petroleros ponen de relieve la amenaza, bastante real, del señorío de la guerra tribal.
No obstante ello, la influencia tribal se ve atenuada por otras adhesiones: una fuerte clase media y, cada vez más, la religión.
Entre los islamistas de Libia, el Grupo Libio de Lucha Islámica atrajo por mucho tiempo la atención de Occidente debido a su asociación con al-Qaeda. Pero después de Gaddafi, las redes no-salafistas, menos visibles, serán mucho más importantes (es decir, las órdenes sufíes y la Hermandad Musulmana).
La orden sufí revivalista Sanussiya ocupa un lugar preemiente en la memoria colectiva del país. Proporcionó la base organizativa para la resistencia libia ante la ocupación italiana, y fue el pilar de sostén para la monarquía del rey Idris, quien mantuvo su poder soberano entre 1951 y 1969.
A pesar de que fue largamente hostil hacia el Sufismo, considerándolo una amenaza potencial para su poder, Gaddafi mismo comenzó una política de apoyo para las redes sufíes de caridad, tratando de amortiguar un poco el sufismo radical.
La Hermandad Musulmana, silenciada por mucho tiempo, también podría emerger como una poderosa fuerza. Tal vez sea muy significativo el hecho de que esta organización estuviera entre los primeros grupos libios en saludar al nuevo régimen en Egipto.
Todas estas influencias se basan en una división histórica a lo largo de la costa del Mediterráneo, que discurre entre Trípoli y la provincia oriental de Cirenaica, la base histórica de la monarquía Sanussi. Las dos regiones están divididas por diferencias lingüísticas y culturales, así como también por un vasto desierto. Las partes tribales orientales se vinculan con Egipto e incluso con la Península Arábiga, en lugar de hacerlo con el Maghreb. Después de derrocar a la monarquía, Gaddafi cambió el poder político y los recursos económicos hacia Trípoli, lo cual iba a exacerbar aún más la división regional.
En la era post-Gaddafi libia, Cirenaica podría verse tentada a reafirmar su primacía histórica. Para empezar, esta área produce toda la riqueza petrolera del país. Además lleva el orgulloso legado de haber liderado no una sino dos luchas de resistencia: la campaña guerrillera anti-italiana bajo la dirección del líder sufí Omar al-Mukhtar, y este 17 de febrero, el “Día de la Ira”, que fue bautizado por sus organizadores –no por casualidad- como la “Revolución Mukhtar”.
La periferia sur, escasamente poblada y muy mal gobernada, también competirá por los recursos y las influencias en el nuevo estado. Los grupos étnicos no-árabes con lazos transnacionales a lo largo del Sahel y de la franja del Sahara –los Amazigh (Bereberes), Tuaregs, y Toubou- se vieron marginados por Gaddafi. Sin dudas ahora buscan enmendar esta injusticia, y tienen todos los medios para hacer escuchar sus preocupaciones.
Inmediatamente antes de los disturbios de Benghazi, el activismo entre los Amazigh era la principal preocupación de Gaddafi en cuanto a la seguridad. Los Tuareg libraron una larga rebelión, que se extendió a través de Argelia, Níger y Malí, y los descontentos Toubou protagonizaron periódicos disturbios en los pueblos del sur.
En un futuro cercano, una administración fuerte pero equitativa será esencial para incorporar a estos grupos periféricos y, también, para evitar que al-Qaeda aproveche en el Maghreb islámico una situación de maniobrabilidad nueva generada en una zona cargada de rencores de larga data.
La nueva Libia va a necesitar de instituciones pluralistas, una constitución, y mecanismos de reparto de recursos para asegurar que una rivalidad Tripolitana-Cirenaica, el excesivo poder tribal, y las quejas étnicas no echen por tierra las ganancias de las últimas semanas. En este caso, la constitución de 1951 es un buen punto de partida: establece una estructura federal que brinda un grado de autonomía provincial, una capital rotativa entre Benghazi y Trípoli (esto fue modificado en 1963 a favor de un sistema más centralizado), y una legislatura bicameral.
Los líderes del nuevo estado necesitarán también adoptar un punto de vista magnánimo hacia los remanentes de la antigua burocracia. La Corporación Nacional del Petróleo, la Compañía de Inversiones Extranjeras Libio Árabe, y los varios comités populares pueden ser armas del estado dirigido por Gaddafi, pero también son reservorios de experiencia tecnocrática, administrativa y económica. La monarquía Sanussi, que está en el exilio desde que Gaddafi tomó el poder en 1969, también debería ser incluida –pero entendiendo que su legitimidad entre muchos libios se ha visto mermada por su larga ausencia del país.
Lo que es más importante, el ejército libio y el aparato de seguridad tendrán que desarrollar sus propias identidades, que respeten y diluyan las afiliaciones de tribu y geografía. Tendrán que extender las órdenes del gobierno post-Gaddafi hacia las zonas del interior del país y asegurar sus fronteras. Pero por sobre todas las cosas, las instituciones de seguridad del país tienen que reconstruirse a sí mismas de modo tal que se se subordinen incondicionalmente a la autoridad civil. Deben garantizar que el pretorianismo y los privilegios oficiales, que dieron lugar a la pesadilla de Gaddafi en primer lugar, nunca más puedan resurgir en el país. -
Fuentes
Traducido de: Libya´s Terra Incognita: Who and What Will Follow Qaddafi? / By: Frederic Wehrey. Foreign Affairs, February 28, 2011