Resumen: La administración Bush ha literalizado su “Guerra” contra el terrorismo, disolviendo las fronteras legales entre lo que un gobierno puede hacer en tiempos de paz y lo que está permitido en la guerra. Este movimiento puede haber hecho más fácil para Washington detener o matar a sospechosos, pero también ha amenazado los derechos fundamentales a un debido proceso, poniéndonos a todos en peligro.
¿Cuáles son los límites de la “Guerra contra el terrorismo” de la administración Bush? Las recientes luchas contra los gobiernos afgano e iraquí son guerras clásicas entre fuerzas militares organizadas. Pero el presidente George W. Bush ha sugerido que esta campaña contra el terrorismo va más allá de tales conflictos; dijo (29 de septiembre de 2001) “Nuestra guerra contra el terror será mucho más amplia que los campos de batalla y cabeceras de playa del pasado. La guerra se peleará donde quiera que los terroristas se oculten, huyan o planifiquen”.
Este lenguaje amplía el significado de la palabra “Guerra”. Si Washington se refiere a “guerra” metafóricamente, como cuando se habla de la “guerra” contra las drogas, la retórica no sería controvertida, sino un mero dispositivo exhortatorio destinado a obtener apoyo para una causa importante. Sin embargo, Bush parece pensar en la guerra contra el terrorismo bastante literalmente –como una auténtica guerra- y este concepto tiene implicaciones preocupantes. Las normas que rigen a los gobiernos son mucho menos estrictas en tiempos de guerra que en tiempos de paz. La administración Bush ha utilizado la retórica de la guerra precisamente para dotarse de los poderes extraordinarios que goza un gobierno en tiempos de guerra para detener o incluso matar a sospechosos sin juicio. En el proceso, la administración puede haber hecho más fácil para sí misma detener o eliminar sospechosos. Pero también esto ha amenazado a los más elementales derechos a un proceso justo.
LA LEY EN LA PAZ, LA LEY EN LA GUERRA
Al literalizar su “guerra” contra el terror, la administración Bush ha roto la distinción entre lo que es permisible en tiempos de paz y lo que puede ser justificado durante una guerra. En tiempos de paz, los gobiernos están sujetos a estrictas normas de cumplimiento de la ley. La policía puede utilizar la fuerza letal solamente si es necesario para enfrentar una inminente amenaza de muerte o de lesiones corporales graves. Una vez que el sospechoso es detenido, debe ser acusado y juzgado. Estos requisitos –lo que se puede llamar “normas de aplicación de la ley”- están codificados en la ley internacional sobre los derechos humanos.
En tiempos de guerra, las normas de aplicación de la ley se complementan con un conjunto de reglas más permisivas: es decir, el derecho humanitario internacional, que rige la conducta durante un conflicto armado. Bajo tales “reglas de guerra”, a diferencia de los tiempos de paz, un combatiente enemigo puede ser baleado sin previo aviso (a menos que esté incapacitado, en custodia, o intentando rendirse), independientemente de cualquier amenaza inminente. Si un combatiente es capturado, puede ser mantenido en custodia hasta el fin del conflicto, sin ningún tipo de juicio.
Estos dos conjuntos de reglas han sido desarrollados a lo largo de los años, tanto por tradición como por convenciones internacionales detalladas. Sin embargo, hay poca legislación que explique exactamente cuándo un conjunto de reglas debe aplicarse en lugar de otro. Por ejemplo, las Convenciones de Ginebra (la principal codificación de las normas de la guerra) se aplican a un “conflicto armado”, pero los tratados no definen el término. Afortunadamente, en su comentario sobre ellas, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), el custodio oficial de las Convenciones, ha proporcionado algunas orientaciones.
Una de las pruebas sugeridas por el CICR para determinar si se debe aplicar reglas de guerra o de tiempos de paz, consiste en examinar la intensidad de las hostilidades en una situación dada. Por ejemplo, la administración Bush ha declarado que al-Qaeda está en “guerra” con los EE.UU. debido a la magnitud de sus ataques el 11 de septiembre de 2001, sus ataques con bombas a las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, el ataque al USS Cole en Yemen, y las bombas en los complejos residenciales en Arabia Saudita. Cada uno de estos ataques fue ciertamente un delito grave que justifica su procesamiento. Pero, técnicamente hablando, ¿la administración tenía derecho a reclamar que esto equivalía a una guerra? El comentario de la CICR no ofrece una respuesta clara.
Además de la intensidad de las hostilidades, la CICR sugiere considerar otros factores como la regularidad de los enfrentamientos armados y el grado en el que están organizadas las fuerzas opositoras. Si un conflicto está motivado políticamente también parece desempeñar un papel no reconocido en la decisión de si se trata de una guerra o no. Así, el crimen organizado o el tráfico de drogas, aunque metódicos y sangrientos, generalmente se consideran bajo las normas de aplicación de la ley, mientras que las rebeliones armadas, una vez lo suficientemente organizadas y violentas, se consideran como “guerras”. El problema con estas directrices, sin embargo, es que fueron escritas para hacer frente a conflictos políticos y no al terrorismo mundial. De manera que no queda claro si al-Qaeda debería ser considerado una operación criminal organizada (lo cual no daría lugar a la aplicación de reglas de guerra) o una rebelión (que sí lo haría).
Aún en el caso de una guerra, otro de los factores para decidir la aplicación de la ley o las reglas de guerra, es la naturaleza de la participación de un sospechoso. Este enfoque puede ser útil porque las reglas de guerra tratan como combatientes solamente a aquellos que están tomando parte activa en las hostilidades. Normalmente, esta categoría incluye a miembros de un ejército que no han depuesto las armas, así como a otros que están luchando o que están cerca de una batalla, dirigiendo un ataque, o defendiendo una posición. En virtud de esta norma, incluso civiles que recogen las armas y empiezan a luchar pueden ser considerados combatientes y tratados en consecuencia. Pero esta definición es difícil de aplicar en el caso del terrorismo, donde los roles y las actividades son clandestinos y la relación de una persona con actos violentos específicos a menudo no está clara.
CASOS DIFÍCILES
Habida cuenta de que existe mucha confusión acerca de si se deben aplicar reglas de guerra o normas jurídicas de tiempos de paz en una situación determinada, un mejor enfoque sería tomar la decisión en base a sus implicancias para la política pública. Lamentablemente, la administración Bush parece haber ignorado tales preocupaciones.
Consideremos, por ejemplo, los casos de José Padilla y Ali Saleh Kahlah al-Marri. Oficiales federales arrestaron a Padilla, un ciudadano norteamericano, en mayo de 2002 cuando llegaba proveniente de Pakistán al aeropuerto O´Hare, de Chicago, supuestamente por estar examinando posibles objetivos para una bomba “sucia” (radiológica). En cuanto a al-Marri, un estudiante originario de Qatar, fue arrestado en diciembre de 2001 en su casa en Peoria, Illinois, por ser presunto agente “dormido”: un terrorista inactivo que, una vez activado, ayudaría a otros a lanzar ataques. El presidente Bush, invocando reglas de guerra, ha declarado a estos dos hombres como “combatientes enemigos”, lo que permite al gobierno norteamericano mantenerlos mantenerlos bajo custodia sin cargos ni juicios hasta que termine la guerra contra el terrorismo (cuando quiera que eso suceda).
Pero Padilla y al-Marri, incluso si hubieran hecho en efecto lo que el gobierno afirma, ¿deberían realmente ser considerados guerreros? ¿No son más bien delincuentes comunes? Un simple experimento mental demuestra cuán peligrosas podrían ser las consecuencias de tratarlos como combatientes. La administración Bush ha asegurado que los dos hombres planeaban librar una guerra contra los EE.UU. y que por lo tanto debían ser considerados como soldados de hecho. Pero si este fuera el caso, entonces bajo las normas de guerra, los dos hombres podrían haber sido baleados tan pronto como fueron vistos, independientemente de si suponían cualquier peligro inmediato para los Estados Unidos (aunque se podrían haber salvado en virtud de lo que se conoce como la doctrina de la “necesidad militar”, que sostiene que la fuerza letal no debe utilizarse si un combatiente enemigo puede ser neutralizado de otra forma). Según la lógica de la administración Bush, entonces, Padilla podría haber sido abatido a tiros cuando se bajó de su avión en O´Hare, y al-Marri cuando dejaba su casa en Peoria. Esto es, después de todo, lo que implica ser un combatiente en tiempos de guerra.
Pero la administración Bush no ha declarado que ninguno de los sospechosos estuviera en cualquier lugar cerca de llevar a cabo sus supuestos planes terroristas. Por lo tanto, ninguno de los dos hombres planteaba alguna clase de amenaza inminente que justificara el uso de la fuerza letal en virtud de las normas de aplicación de la ley. En vista de ello, hubiera sido profundamente inquietante que se los abatiera como soldados enemigos. Por supuesto, la Casa Blanca no se ha propuesto matarlos; en vez de ello, planea detenerlos indefinidamente. Pero si Padilla y al-Marri no deben ser considerados combatientes enemigos con el fin de darles muerte, tampoco deberían ser considerados combatientes enemigos con el fin de detenerlos.
Un problema de clasificación similar, aunque con un resultado probablemente diferente, se planteó en el caso de Qaed Salim Sinan al-Harethi. Al-Harethi, que según Washington era un oficial de alto rango de al-Qaeda, fue asesinado por un misil teledirigido en noviembre de 2002 mientras manejaba su vehículo en una remota área tribal de Yemen. Cinco de sus acompañantes, incluyendo un ciudadano norteamericano, también murieron en el ataque, que fue llevado a cabo por la CIA. Aparentemente la administración Bush consideró que al-Harethi era un combatiente enemigo por su supuesta participación en el ataque al USS Cole en octubre del año 2000. En este ejemplo, el caso para la aplicación de normas de guerra era más fuerte que con Padilla o al-Marri (aunque la administración Bush nunca se molestó en explicarlo). La mera participación de al-Harethi en el ataque al USS Cole en el 2000 no lo habría convertido en un combatiente en el 2002, ya que podría haberse retirado de al-Qaeda; las normas de guerra permiten atacar solo a combatientes actuales, no pasados. Y si al-Harethi era un civil, legalmente no podría haber sido atacado a menos que estuviera activamente comprometido en hostilidades en ese momento. Pero la administración alegó que al-Harethi era un “agente de alto rango de Bin Laden en Yemen”, insinuando que estaba en pleno proceso de preparación de futuros ataques. Si hubiera sido cierto, esto habría hecho más apropiado el uso de las reglas de guerra en su contra. Y a diferencia de los casos de Padilla y al-Marri, arrestar a al-Harethi podría no haber sido una opción. El gobierno yemení tiene poco control sobre el área tribal donde fue asesinado; de hecho, se informó que 18 soldados yemeníes habían muerto en un intento anterior de arrestarlo.
Aunque podría haber habido un caso razonable para aplicar las normas de guerra con al-Harethi, la administración Bush ha aplicado estas reglas con bastante menos justificación en otros episodios fuera de los Estados Unidos. Por ejemplo, en octubre de 2001, Washington pretendía la captura de seis hombres argelinos en Bosnia. En un primer momento, el gobierno norteamericano siguió las normas de aplicación de la ley y logró arrestarlos. Pero luego de una investigación de tres meses la Corte Suprema de Bosnia ordenó la liberación de los sospechosos por falta de evidencias. Sin embargo, en lugar de ofrecer pruebas adicionales Washington simplemente pasó a aplicar las reglas de guerra. Presionó al gobierno bosnio para que entregara a estos hombres de cualquier forma y se los llevó del país –no para juzgarlos, sino para retenerlos por tiempo indefinido en la base naval norteamericana en la Bahía de Guantánamo.
La administración siguió un patrón similar en junio de 2003, cuando cinco sospechosos de al-Qaeda fueron detenidos en Malawi. El tribunal superior de Malawi ordenó a las autoridades locales que cumplieran con la ley y que acusaran o liberaran a los cinco hombres, todos ellos extranjeros. Haciendo caso omiso de la ley local, la administración Bush insistió en que los hombres fueran entregados a las fuerzas de seguridad norteamericanas. Los cinco fueron sacados repentinamente del país y llevados a un lugar no revelado –no para juzgarlos, sino para interrogarlos. El movimiento desencadenó multiples disturbios en Malawi. Los hombres fueron liberados un mes después en Sudán, después de que el interrogatorio por parte de los norteamericanos fracasara en obtener cualquier evidencia incriminatoria.
UN MAL EJEMPLO
Estos casos no son anomalías. En los últimos dos años y medio, el gobierno de los EE.UU. ha tomado la custodia de una serie de sospechosos de al-Qaeda en países como Indonesia, Pakistán y Tailandia. En muchos de estos casos, los sospechosos no fueron capturados en un campo de batalla tradicional. Sin embargo, en vez de permitirles a estos hombres ser acusados de un delito bajo las normas jurídicas locales, Washington los ha tratado como combatientes y los ha entregado a un centro de detención estadounidense.
Hay algo inquietante acerca de esta política. Dicho de manera sencilla, utilizar las normas de guerra cuando se podrían seguir las normas de aplicación de la ley razonablemente, es peligroso. Los errores, ya bastante comunes en las investigaciones penales ordinarias, son aún más probables cuando un gobierno depende del tipo de inteligencia lóbrega que conduce muchas investigaciones terroristas. Si se usan las normas de aplicación de la ley, una detención errónea puede ser rectificada ante un tribunal. Pero si se aplican reglas de guerra, el gobierno nunca está obligado a demostrar la culpabilidad de un sospechoso. En lugar de ello, un presunto terrorista puede ser mantenido en calidad de detenido durante todo el tiempo que lleve ganar la “guerra” contra el terrorismo. Y las consecuencias del error son aún más graves si el supuesto combatiente es asesinado, como lo fue al-Harethi. Tales errores son un peligro inevitable en el campo de batalla, donde se deben tomar rápidas decisiones de vida o muerte. Pero cuando no existe tal urgencia, la prudencia y la humanidad imponen la aplicación de los estándares de las reglas de la ley.
Washington también debe recordar que su conducta es tomada como ejemplo por muchos gobiernos en todo el mundo. Después de todo, muchos otros estados estarían muy deseosos de encontrar una excusa para eliminar a sus enemigos a través de las normas de guerra. Israel, por mencionar uno, ha usado este razonamiento para justificar el asesinato de sospechosos terroristas en Gaza y en la Ribera Occidental. No es difícil de imaginar a Rusia haciendo lo mismo con líderes chechenos en Europa, a Turquía utilizando un pretexto similar contra los kurdos en Irak, a China contra los Uigures en Asia Central, o a Egipto contra los islamistas en su propio territorio.
Además, la administración Bush debe reconocer que la legislación internacional sobre los derechos humanos no es indiferente a las necesidades de un gobierno frente a una crisis de seguridad. Los procesos penales suponen el riesgo de la divulgación de información delicada, como lo descubrió la administración en el procesamiento de Zacarias Moussaoui. Pero en virtud de un concepto conocido como “excepción”, los gobiernos están autorizados a suspender temporalmente ciertos derechos cuando se pueda demostrar que es necesario para hacer frente a una “emergencia pública que amenaza la vida de la nación”. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que EE.UU. ha ratificado, requiere que los gobiernos que buscan la excepción presenten una declaración justificando el movimiento con el secretario general de las Naciones Unidas. Entre los muchos gobiernos que lo han hecho, están Argelia, Argentina, Chile, Colombia, Perú, Polonia, Rusia, Sri Lanka, y el Reino Unido. Sin embargo, Estados Unidos, decidido a evitar la vigilancia formal involucrada, no se ha preocupado en hacerlo.
El Departamento de Justicia norteamericano ha defendido el uso de las normas de guerra por parte de la administración Bush citando una decisión de la Corte Suprema de los EE.UU. desde la Segunda Guerra Mundial, Ex Parte Quirin. En ese caso, la Corte dictaminó que saboteadores del ejército alemán que habían aterrizado en los EE.UU. podían ser juzgados como combatientes enemigos ante comisiones militares. La Corte distinguía su fallo de un anterior caso de la época de la Guerra Civil, Ex Parte Milligan, que sostenía que un residente civil de Indiana no podia ser juzgado en una corte militar porque los tribunales civiles permanecían abiertos y en funcionamiento. Señalando que los saboteadores alemanes habían entrado en los EE.UU. usando por lo menos partes de sus uniformes, la Corte en el caso Quirin sostuvo que las protecciones del caso Milligan solamente se aplicaban a las personas que no eran miembros de las fuerzas armadas enemigas.
Sin embargo, hay varias razones por las que Quirin no justifica el amplio uso de las reglas de guerra por parte de la administración Bush. En primer lugar, los saboteadores en el caso Quirin era agentes de un gobierno (alemán) con el que EE.UU. obviamente estaba en guerra. Si los EE.UU. están realmente en “guerra” con al-Qaeda sigue siendo incierto en virtud de la ley. En segundo lugar, aunque la Corte en Quirin definía a un combatiente como cualquier persona que estuviera operando con intenciones hostiles detrás de líneas militares, podría decirse que el caso ha sido reemplazado por las Convenciones de Ginebra de 1949 (ratificadas por los Estados Unidos), que, como se señaló anteriormente, dictamina que son combatientes solamente las personas que son miembros de las fuerzas armadas de un enemigo o que están tomando parte activa en las hostilidades. Por lo tanto, el caso Quirin no ayuda a determinar si, en virtud de las leyes actuales, las personas como Padilla o al-Marri deberían ser consideradas civiles (que, según Milligan, deben comparecer ante tribunales civiles) o combatientes (que pueden enfrentar un tratamiento militar). Además, Quirin establece solamente quién puede ser juzgado ante un tribunal militar. Sin embargo, la administración Bush ha afirmado que tiene el derecho de mantener a Padilla, al-Marri y a otros “combatientes” detenidos sin juicio de ningún tipo – en realidad, excluyendo cualquier evaluación formal e independiente sobre los motivos de una detención de por vida. Por último, mientras que el gobierno en el caso Quirin estaba operando de acuerdo a una concesión específica de autoridad por parte del Congreso, la administración Bush ha actuado por su cuenta al tomar la difícil decisión de tratar a Padilla y al-Marri como combatientes, sin permitir la intervención democrática que brindaría un debate legislativo.
PERMANEZCA SEGURO
Estados Unidos no debería suspender tan livianamente el derecho a un proceso legal justo, como lo ha hecho la administración Bush con sus “combatientes enemigos” –sobre todo cuando un error podría causar la muerte o la detención prolongada sin una acusación ni juicio. Las normas de aplicación de la ley se supone que deben aplicarse a todos los sospechosos en la “guerra” contra el terror, y la carga debe caer sobre todos aquellos que quieren invocar las reglas de guerra para demostrar que son necesarias y apropiadas.
La mejor forma de determinar si se deben aplicar las reglas de guerra, sería una prueba de tres partes. Para invocar reglas de guerra, Washington tendría que probar: primero, que un grupo organizado está dirigiendo repetidos actos de violencia contra EE.UU., sus ciudadanos, o sus intereses, con la suficiente intensidad como para que pueda ser reconocido como un conflicto armado; en segundo lugar, que el sospechoso es un miembro activo de una fuerza armada opositora o que es un participante activo en la violencia; y en tercer lugar, que los medios de aplicación de la ley no están disponibles.
Dentro de los Estados Unidos, el tercer requisito sería casi imposible de satisfacer –como debería serlo. Dadas las ambigüedades del terrorismo, deberíamos guiarnos más por la afirmación del estado de derecho (Milligan) que por la excepción a este (Quirin). Fuera de los EE.UU., Washington nunca debería recurrir a las reglas de guerra fuera de un tradicional campo de batalla si las autoridades locales pueden y están dispuestas a arrestar y entregar a los sospechosos ante un tribunal independiente –sin tener en cuenta la forma en que dictamine luego este tribunal. Las reglas de guerra deberían usarse en tales casos sólo cuando no exista un sistema jurídico (y cuando estén presentes las otras condiciones de guerra), no cuando el Estado de Derecho parece producir resultados inconvenientes. Incluso si las fuerzas militares se usan para llevar a cabo un arresto en tales casos, todavía pueden aplicarse las normas de aplicación de la ley; solamente se podrían tolerar las reglas de guerra cuando el intento de arresto es demasiado peligroso.
Este enfoque reconocería que las reglas de guerra tienen su lugar –pero que, dada la forma en que comprometen intrínsecamente los derechos fundamentales, deberían usarse con moderación-. Fuera de un campo de batalla tradicional, estas reglas deberían ser usadas, aún contra un enemigo belicoso, como un último recurso, cuando no hay una alternativa razonable, no cuando se dispone de un sistema judicial en funcionamiento. Hasta que haya mejores directrices sobre cuándo aplicar las reglas de guerra y cuándo las normas de aplicación de la ley, este test de tres partes, tomadas de las consecuencias políticas de la decisión, ofrece la mejor forma de equilibrar la seguridad y los derechos civiles. En un intento de hacer más seguros a los norteamericanos, los ha hecho (a ellos y a muchos otros) menos libres.
Traducido de: The law of war in the war on terror, por Kenneth Roth (Director Ejecutivo de Human Rights Watch), en Foreign Affairs, enero/febrero 2004
Véase el art. original en:http://www.foreignaffairs.org/20040101facomment83101-p0/kenneth-roth/the-law-of-war-in-the-war-on-terror.html
¿Cuáles son los límites de la “Guerra contra el terrorismo” de la administración Bush? Las recientes luchas contra los gobiernos afgano e iraquí son guerras clásicas entre fuerzas militares organizadas. Pero el presidente George W. Bush ha sugerido que esta campaña contra el terrorismo va más allá de tales conflictos; dijo (29 de septiembre de 2001) “Nuestra guerra contra el terror será mucho más amplia que los campos de batalla y cabeceras de playa del pasado. La guerra se peleará donde quiera que los terroristas se oculten, huyan o planifiquen”.
Este lenguaje amplía el significado de la palabra “Guerra”. Si Washington se refiere a “guerra” metafóricamente, como cuando se habla de la “guerra” contra las drogas, la retórica no sería controvertida, sino un mero dispositivo exhortatorio destinado a obtener apoyo para una causa importante. Sin embargo, Bush parece pensar en la guerra contra el terrorismo bastante literalmente –como una auténtica guerra- y este concepto tiene implicaciones preocupantes. Las normas que rigen a los gobiernos son mucho menos estrictas en tiempos de guerra que en tiempos de paz. La administración Bush ha utilizado la retórica de la guerra precisamente para dotarse de los poderes extraordinarios que goza un gobierno en tiempos de guerra para detener o incluso matar a sospechosos sin juicio. En el proceso, la administración puede haber hecho más fácil para sí misma detener o eliminar sospechosos. Pero también esto ha amenazado a los más elementales derechos a un proceso justo.
LA LEY EN LA PAZ, LA LEY EN LA GUERRA
Al literalizar su “guerra” contra el terror, la administración Bush ha roto la distinción entre lo que es permisible en tiempos de paz y lo que puede ser justificado durante una guerra. En tiempos de paz, los gobiernos están sujetos a estrictas normas de cumplimiento de la ley. La policía puede utilizar la fuerza letal solamente si es necesario para enfrentar una inminente amenaza de muerte o de lesiones corporales graves. Una vez que el sospechoso es detenido, debe ser acusado y juzgado. Estos requisitos –lo que se puede llamar “normas de aplicación de la ley”- están codificados en la ley internacional sobre los derechos humanos.
En tiempos de guerra, las normas de aplicación de la ley se complementan con un conjunto de reglas más permisivas: es decir, el derecho humanitario internacional, que rige la conducta durante un conflicto armado. Bajo tales “reglas de guerra”, a diferencia de los tiempos de paz, un combatiente enemigo puede ser baleado sin previo aviso (a menos que esté incapacitado, en custodia, o intentando rendirse), independientemente de cualquier amenaza inminente. Si un combatiente es capturado, puede ser mantenido en custodia hasta el fin del conflicto, sin ningún tipo de juicio.
Estos dos conjuntos de reglas han sido desarrollados a lo largo de los años, tanto por tradición como por convenciones internacionales detalladas. Sin embargo, hay poca legislación que explique exactamente cuándo un conjunto de reglas debe aplicarse en lugar de otro. Por ejemplo, las Convenciones de Ginebra (la principal codificación de las normas de la guerra) se aplican a un “conflicto armado”, pero los tratados no definen el término. Afortunadamente, en su comentario sobre ellas, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), el custodio oficial de las Convenciones, ha proporcionado algunas orientaciones.
Una de las pruebas sugeridas por el CICR para determinar si se debe aplicar reglas de guerra o de tiempos de paz, consiste en examinar la intensidad de las hostilidades en una situación dada. Por ejemplo, la administración Bush ha declarado que al-Qaeda está en “guerra” con los EE.UU. debido a la magnitud de sus ataques el 11 de septiembre de 2001, sus ataques con bombas a las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, el ataque al USS Cole en Yemen, y las bombas en los complejos residenciales en Arabia Saudita. Cada uno de estos ataques fue ciertamente un delito grave que justifica su procesamiento. Pero, técnicamente hablando, ¿la administración tenía derecho a reclamar que esto equivalía a una guerra? El comentario de la CICR no ofrece una respuesta clara.
Además de la intensidad de las hostilidades, la CICR sugiere considerar otros factores como la regularidad de los enfrentamientos armados y el grado en el que están organizadas las fuerzas opositoras. Si un conflicto está motivado políticamente también parece desempeñar un papel no reconocido en la decisión de si se trata de una guerra o no. Así, el crimen organizado o el tráfico de drogas, aunque metódicos y sangrientos, generalmente se consideran bajo las normas de aplicación de la ley, mientras que las rebeliones armadas, una vez lo suficientemente organizadas y violentas, se consideran como “guerras”. El problema con estas directrices, sin embargo, es que fueron escritas para hacer frente a conflictos políticos y no al terrorismo mundial. De manera que no queda claro si al-Qaeda debería ser considerado una operación criminal organizada (lo cual no daría lugar a la aplicación de reglas de guerra) o una rebelión (que sí lo haría).
Aún en el caso de una guerra, otro de los factores para decidir la aplicación de la ley o las reglas de guerra, es la naturaleza de la participación de un sospechoso. Este enfoque puede ser útil porque las reglas de guerra tratan como combatientes solamente a aquellos que están tomando parte activa en las hostilidades. Normalmente, esta categoría incluye a miembros de un ejército que no han depuesto las armas, así como a otros que están luchando o que están cerca de una batalla, dirigiendo un ataque, o defendiendo una posición. En virtud de esta norma, incluso civiles que recogen las armas y empiezan a luchar pueden ser considerados combatientes y tratados en consecuencia. Pero esta definición es difícil de aplicar en el caso del terrorismo, donde los roles y las actividades son clandestinos y la relación de una persona con actos violentos específicos a menudo no está clara.
CASOS DIFÍCILES
Habida cuenta de que existe mucha confusión acerca de si se deben aplicar reglas de guerra o normas jurídicas de tiempos de paz en una situación determinada, un mejor enfoque sería tomar la decisión en base a sus implicancias para la política pública. Lamentablemente, la administración Bush parece haber ignorado tales preocupaciones.
Consideremos, por ejemplo, los casos de José Padilla y Ali Saleh Kahlah al-Marri. Oficiales federales arrestaron a Padilla, un ciudadano norteamericano, en mayo de 2002 cuando llegaba proveniente de Pakistán al aeropuerto O´Hare, de Chicago, supuestamente por estar examinando posibles objetivos para una bomba “sucia” (radiológica). En cuanto a al-Marri, un estudiante originario de Qatar, fue arrestado en diciembre de 2001 en su casa en Peoria, Illinois, por ser presunto agente “dormido”: un terrorista inactivo que, una vez activado, ayudaría a otros a lanzar ataques. El presidente Bush, invocando reglas de guerra, ha declarado a estos dos hombres como “combatientes enemigos”, lo que permite al gobierno norteamericano mantenerlos mantenerlos bajo custodia sin cargos ni juicios hasta que termine la guerra contra el terrorismo (cuando quiera que eso suceda).
Pero Padilla y al-Marri, incluso si hubieran hecho en efecto lo que el gobierno afirma, ¿deberían realmente ser considerados guerreros? ¿No son más bien delincuentes comunes? Un simple experimento mental demuestra cuán peligrosas podrían ser las consecuencias de tratarlos como combatientes. La administración Bush ha asegurado que los dos hombres planeaban librar una guerra contra los EE.UU. y que por lo tanto debían ser considerados como soldados de hecho. Pero si este fuera el caso, entonces bajo las normas de guerra, los dos hombres podrían haber sido baleados tan pronto como fueron vistos, independientemente de si suponían cualquier peligro inmediato para los Estados Unidos (aunque se podrían haber salvado en virtud de lo que se conoce como la doctrina de la “necesidad militar”, que sostiene que la fuerza letal no debe utilizarse si un combatiente enemigo puede ser neutralizado de otra forma). Según la lógica de la administración Bush, entonces, Padilla podría haber sido abatido a tiros cuando se bajó de su avión en O´Hare, y al-Marri cuando dejaba su casa en Peoria. Esto es, después de todo, lo que implica ser un combatiente en tiempos de guerra.
Pero la administración Bush no ha declarado que ninguno de los sospechosos estuviera en cualquier lugar cerca de llevar a cabo sus supuestos planes terroristas. Por lo tanto, ninguno de los dos hombres planteaba alguna clase de amenaza inminente que justificara el uso de la fuerza letal en virtud de las normas de aplicación de la ley. En vista de ello, hubiera sido profundamente inquietante que se los abatiera como soldados enemigos. Por supuesto, la Casa Blanca no se ha propuesto matarlos; en vez de ello, planea detenerlos indefinidamente. Pero si Padilla y al-Marri no deben ser considerados combatientes enemigos con el fin de darles muerte, tampoco deberían ser considerados combatientes enemigos con el fin de detenerlos.
Un problema de clasificación similar, aunque con un resultado probablemente diferente, se planteó en el caso de Qaed Salim Sinan al-Harethi. Al-Harethi, que según Washington era un oficial de alto rango de al-Qaeda, fue asesinado por un misil teledirigido en noviembre de 2002 mientras manejaba su vehículo en una remota área tribal de Yemen. Cinco de sus acompañantes, incluyendo un ciudadano norteamericano, también murieron en el ataque, que fue llevado a cabo por la CIA. Aparentemente la administración Bush consideró que al-Harethi era un combatiente enemigo por su supuesta participación en el ataque al USS Cole en octubre del año 2000. En este ejemplo, el caso para la aplicación de normas de guerra era más fuerte que con Padilla o al-Marri (aunque la administración Bush nunca se molestó en explicarlo). La mera participación de al-Harethi en el ataque al USS Cole en el 2000 no lo habría convertido en un combatiente en el 2002, ya que podría haberse retirado de al-Qaeda; las normas de guerra permiten atacar solo a combatientes actuales, no pasados. Y si al-Harethi era un civil, legalmente no podría haber sido atacado a menos que estuviera activamente comprometido en hostilidades en ese momento. Pero la administración alegó que al-Harethi era un “agente de alto rango de Bin Laden en Yemen”, insinuando que estaba en pleno proceso de preparación de futuros ataques. Si hubiera sido cierto, esto habría hecho más apropiado el uso de las reglas de guerra en su contra. Y a diferencia de los casos de Padilla y al-Marri, arrestar a al-Harethi podría no haber sido una opción. El gobierno yemení tiene poco control sobre el área tribal donde fue asesinado; de hecho, se informó que 18 soldados yemeníes habían muerto en un intento anterior de arrestarlo.
Aunque podría haber habido un caso razonable para aplicar las normas de guerra con al-Harethi, la administración Bush ha aplicado estas reglas con bastante menos justificación en otros episodios fuera de los Estados Unidos. Por ejemplo, en octubre de 2001, Washington pretendía la captura de seis hombres argelinos en Bosnia. En un primer momento, el gobierno norteamericano siguió las normas de aplicación de la ley y logró arrestarlos. Pero luego de una investigación de tres meses la Corte Suprema de Bosnia ordenó la liberación de los sospechosos por falta de evidencias. Sin embargo, en lugar de ofrecer pruebas adicionales Washington simplemente pasó a aplicar las reglas de guerra. Presionó al gobierno bosnio para que entregara a estos hombres de cualquier forma y se los llevó del país –no para juzgarlos, sino para retenerlos por tiempo indefinido en la base naval norteamericana en la Bahía de Guantánamo.
La administración siguió un patrón similar en junio de 2003, cuando cinco sospechosos de al-Qaeda fueron detenidos en Malawi. El tribunal superior de Malawi ordenó a las autoridades locales que cumplieran con la ley y que acusaran o liberaran a los cinco hombres, todos ellos extranjeros. Haciendo caso omiso de la ley local, la administración Bush insistió en que los hombres fueran entregados a las fuerzas de seguridad norteamericanas. Los cinco fueron sacados repentinamente del país y llevados a un lugar no revelado –no para juzgarlos, sino para interrogarlos. El movimiento desencadenó multiples disturbios en Malawi. Los hombres fueron liberados un mes después en Sudán, después de que el interrogatorio por parte de los norteamericanos fracasara en obtener cualquier evidencia incriminatoria.
UN MAL EJEMPLO
Estos casos no son anomalías. En los últimos dos años y medio, el gobierno de los EE.UU. ha tomado la custodia de una serie de sospechosos de al-Qaeda en países como Indonesia, Pakistán y Tailandia. En muchos de estos casos, los sospechosos no fueron capturados en un campo de batalla tradicional. Sin embargo, en vez de permitirles a estos hombres ser acusados de un delito bajo las normas jurídicas locales, Washington los ha tratado como combatientes y los ha entregado a un centro de detención estadounidense.
Hay algo inquietante acerca de esta política. Dicho de manera sencilla, utilizar las normas de guerra cuando se podrían seguir las normas de aplicación de la ley razonablemente, es peligroso. Los errores, ya bastante comunes en las investigaciones penales ordinarias, son aún más probables cuando un gobierno depende del tipo de inteligencia lóbrega que conduce muchas investigaciones terroristas. Si se usan las normas de aplicación de la ley, una detención errónea puede ser rectificada ante un tribunal. Pero si se aplican reglas de guerra, el gobierno nunca está obligado a demostrar la culpabilidad de un sospechoso. En lugar de ello, un presunto terrorista puede ser mantenido en calidad de detenido durante todo el tiempo que lleve ganar la “guerra” contra el terrorismo. Y las consecuencias del error son aún más graves si el supuesto combatiente es asesinado, como lo fue al-Harethi. Tales errores son un peligro inevitable en el campo de batalla, donde se deben tomar rápidas decisiones de vida o muerte. Pero cuando no existe tal urgencia, la prudencia y la humanidad imponen la aplicación de los estándares de las reglas de la ley.
Washington también debe recordar que su conducta es tomada como ejemplo por muchos gobiernos en todo el mundo. Después de todo, muchos otros estados estarían muy deseosos de encontrar una excusa para eliminar a sus enemigos a través de las normas de guerra. Israel, por mencionar uno, ha usado este razonamiento para justificar el asesinato de sospechosos terroristas en Gaza y en la Ribera Occidental. No es difícil de imaginar a Rusia haciendo lo mismo con líderes chechenos en Europa, a Turquía utilizando un pretexto similar contra los kurdos en Irak, a China contra los Uigures en Asia Central, o a Egipto contra los islamistas en su propio territorio.
Además, la administración Bush debe reconocer que la legislación internacional sobre los derechos humanos no es indiferente a las necesidades de un gobierno frente a una crisis de seguridad. Los procesos penales suponen el riesgo de la divulgación de información delicada, como lo descubrió la administración en el procesamiento de Zacarias Moussaoui. Pero en virtud de un concepto conocido como “excepción”, los gobiernos están autorizados a suspender temporalmente ciertos derechos cuando se pueda demostrar que es necesario para hacer frente a una “emergencia pública que amenaza la vida de la nación”. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que EE.UU. ha ratificado, requiere que los gobiernos que buscan la excepción presenten una declaración justificando el movimiento con el secretario general de las Naciones Unidas. Entre los muchos gobiernos que lo han hecho, están Argelia, Argentina, Chile, Colombia, Perú, Polonia, Rusia, Sri Lanka, y el Reino Unido. Sin embargo, Estados Unidos, decidido a evitar la vigilancia formal involucrada, no se ha preocupado en hacerlo.
El Departamento de Justicia norteamericano ha defendido el uso de las normas de guerra por parte de la administración Bush citando una decisión de la Corte Suprema de los EE.UU. desde la Segunda Guerra Mundial, Ex Parte Quirin. En ese caso, la Corte dictaminó que saboteadores del ejército alemán que habían aterrizado en los EE.UU. podían ser juzgados como combatientes enemigos ante comisiones militares. La Corte distinguía su fallo de un anterior caso de la época de la Guerra Civil, Ex Parte Milligan, que sostenía que un residente civil de Indiana no podia ser juzgado en una corte militar porque los tribunales civiles permanecían abiertos y en funcionamiento. Señalando que los saboteadores alemanes habían entrado en los EE.UU. usando por lo menos partes de sus uniformes, la Corte en el caso Quirin sostuvo que las protecciones del caso Milligan solamente se aplicaban a las personas que no eran miembros de las fuerzas armadas enemigas.
Sin embargo, hay varias razones por las que Quirin no justifica el amplio uso de las reglas de guerra por parte de la administración Bush. En primer lugar, los saboteadores en el caso Quirin era agentes de un gobierno (alemán) con el que EE.UU. obviamente estaba en guerra. Si los EE.UU. están realmente en “guerra” con al-Qaeda sigue siendo incierto en virtud de la ley. En segundo lugar, aunque la Corte en Quirin definía a un combatiente como cualquier persona que estuviera operando con intenciones hostiles detrás de líneas militares, podría decirse que el caso ha sido reemplazado por las Convenciones de Ginebra de 1949 (ratificadas por los Estados Unidos), que, como se señaló anteriormente, dictamina que son combatientes solamente las personas que son miembros de las fuerzas armadas de un enemigo o que están tomando parte activa en las hostilidades. Por lo tanto, el caso Quirin no ayuda a determinar si, en virtud de las leyes actuales, las personas como Padilla o al-Marri deberían ser consideradas civiles (que, según Milligan, deben comparecer ante tribunales civiles) o combatientes (que pueden enfrentar un tratamiento militar). Además, Quirin establece solamente quién puede ser juzgado ante un tribunal militar. Sin embargo, la administración Bush ha afirmado que tiene el derecho de mantener a Padilla, al-Marri y a otros “combatientes” detenidos sin juicio de ningún tipo – en realidad, excluyendo cualquier evaluación formal e independiente sobre los motivos de una detención de por vida. Por último, mientras que el gobierno en el caso Quirin estaba operando de acuerdo a una concesión específica de autoridad por parte del Congreso, la administración Bush ha actuado por su cuenta al tomar la difícil decisión de tratar a Padilla y al-Marri como combatientes, sin permitir la intervención democrática que brindaría un debate legislativo.
PERMANEZCA SEGURO
Estados Unidos no debería suspender tan livianamente el derecho a un proceso legal justo, como lo ha hecho la administración Bush con sus “combatientes enemigos” –sobre todo cuando un error podría causar la muerte o la detención prolongada sin una acusación ni juicio. Las normas de aplicación de la ley se supone que deben aplicarse a todos los sospechosos en la “guerra” contra el terror, y la carga debe caer sobre todos aquellos que quieren invocar las reglas de guerra para demostrar que son necesarias y apropiadas.
La mejor forma de determinar si se deben aplicar las reglas de guerra, sería una prueba de tres partes. Para invocar reglas de guerra, Washington tendría que probar: primero, que un grupo organizado está dirigiendo repetidos actos de violencia contra EE.UU., sus ciudadanos, o sus intereses, con la suficiente intensidad como para que pueda ser reconocido como un conflicto armado; en segundo lugar, que el sospechoso es un miembro activo de una fuerza armada opositora o que es un participante activo en la violencia; y en tercer lugar, que los medios de aplicación de la ley no están disponibles.
Dentro de los Estados Unidos, el tercer requisito sería casi imposible de satisfacer –como debería serlo. Dadas las ambigüedades del terrorismo, deberíamos guiarnos más por la afirmación del estado de derecho (Milligan) que por la excepción a este (Quirin). Fuera de los EE.UU., Washington nunca debería recurrir a las reglas de guerra fuera de un tradicional campo de batalla si las autoridades locales pueden y están dispuestas a arrestar y entregar a los sospechosos ante un tribunal independiente –sin tener en cuenta la forma en que dictamine luego este tribunal. Las reglas de guerra deberían usarse en tales casos sólo cuando no exista un sistema jurídico (y cuando estén presentes las otras condiciones de guerra), no cuando el Estado de Derecho parece producir resultados inconvenientes. Incluso si las fuerzas militares se usan para llevar a cabo un arresto en tales casos, todavía pueden aplicarse las normas de aplicación de la ley; solamente se podrían tolerar las reglas de guerra cuando el intento de arresto es demasiado peligroso.
Este enfoque reconocería que las reglas de guerra tienen su lugar –pero que, dada la forma en que comprometen intrínsecamente los derechos fundamentales, deberían usarse con moderación-. Fuera de un campo de batalla tradicional, estas reglas deberían ser usadas, aún contra un enemigo belicoso, como un último recurso, cuando no hay una alternativa razonable, no cuando se dispone de un sistema judicial en funcionamiento. Hasta que haya mejores directrices sobre cuándo aplicar las reglas de guerra y cuándo las normas de aplicación de la ley, este test de tres partes, tomadas de las consecuencias políticas de la decisión, ofrece la mejor forma de equilibrar la seguridad y los derechos civiles. En un intento de hacer más seguros a los norteamericanos, los ha hecho (a ellos y a muchos otros) menos libres.
Traducido de: The law of war in the war on terror, por Kenneth Roth (Director Ejecutivo de Human Rights Watch), en Foreign Affairs, enero/febrero 2004
Véase el art. original en:http://www.foreignaffairs.org/20040101facomment83101-p0/kenneth-roth/the-law-of-war-in-the-war-on-terror.html